¿A quién nutres verdaderamente cuando tomás un café en una
cadena comercial o un jugo de naranja pasteurizado? ¿A tu cuerpo o a las
grandes corporaciones que generan falsas necesidades solo para que sigas
consumiendo sus productos?
La historia de la alimentación también
forma parte de la historia del poder económico, del toma y daca entre
corporaciones y magnates cuyo único interés —adornado en ocasiones con
extravagantes creencias pseudoreligiosas o morales— es vender siempre
más a consumidores incautos y ayunos de información.
¿Qué tanto de lo que comemos y tomamos
significa un aumento en la riqueza de estas empresas? ¿Por qué elegimos
esas comidas y bebidas y no otras?
Pensemos un poco en el desayuno, la
comida más importante del día. Si bien el clásico “desayuno americano”
es mayormente común en las mesas estadounidenses, como cualquier otro
producto cultural del modelo dominante ha sido exportado a diversas
regiones del orbe: un tazón de cereal, jugo de naranja envasado, alguna
variedad de pan también embolsado previamente, café de marca comercial, o
todo esto junto y comprado en paquete en alguna cadena de fast-food.
¿Los corn flakes? El invento de
John Harvey Kellogg, un adventista del Séptimo Día, partidario de la
abstinencia sexual, preocupado por crear un alimento antiafrodisíaco que
adormeciera la libido de las personas. El éxito de su popular creación
permitió producir una extensa variedad de cereales destinados
principalmente al desayuno de casi cualquier miembro de la familia. En Eating History: Thirty Turning Points in the Making of American Cuisine,
Andrew F. Smith escribe: «Este tipo de cereales los inventaron los fanáticos religiosos y la industria de la comida chatarra, primero la de
Kellogg y luego con C.W. Post, quien robó todas la ideas de Kellogg. […]
Estas compañías advirtieron pronto que a la gente le gusta el azúcar y
que a los niños de verdad les gusta el azúcar, así que
cambiaron sus objetivos de ventas de los adultos preocupados por su
salud a los niños que adoran lo dulce: en todo rigor, un invento
estadounidense».
Del mismo modo el jugo de naranja
envasado ganó presencia en los hogares de Estados Unidos (y no solo ahí)
gracias al bombardeo propagandístico en torno a los beneficios de la
vitamina C y el perfeccionamiento en las técnicas de pasteurización
específicamente enfocadas a este en la década de 1930.
De pronto esta
bebida mañanera se convirtió en un imprescindible de la primera comida
del día.
«Los grandes comerciantes de jugo de
naranja tuvieron éxito al imponer un halo de áurea nutrición alrededor
de su producto. La idea de que el jugo de naranja es “parte esencial de
un desayuno balanceado” es común y para muchos irrefutable», nos dice
Alissa Hamilton en Squeezed: What You Don’t Know About Orange Juice.
Y continúa: «Pregúntate a ti mismo por qué, como casi todos, bebes jugo
de naranja. Probablemente dirás que porque es bueno para vos o por sus
altos contenidos de vitamina C, o porque creciste bebiéndolo y te gusta.
Si esto es así, entonces tengo que decirte, francamente, que cuando tomás jugo de naranja estás actuando como un robot».
La postura de Hamilton parecería
radical, pero recordemos, como ella misma lo hace notar, que las grandes
empresas productoras de jugo de naranja envasado promocionan su bebida
como “pura, fresca y sin aditivos”, lo cual, estrictamente, no es
cierto. «Aquellos que compran ese jugo de naranja compran las historias
que cuenta la industria », apunta Hamilton. Además, la también doctora
por la Universidad de Yale nos informa sobre los “garantes de sabor”
desarrollados por las mismas empresas que hacen perfumes para Dior y
Calvin Klein y que se añaden al jugo para conservar ese gusto y olor a
fresco que parece tener al destaparlos por vez primera, a pesar de su
larga vida en los estantes.
Por último, el café. Ese regenerador, ese reconstituyente, ese último boost
que termina por fijarnos a la realidad y abrirnos los ojos al mundo de
las labores diarias y también, para Andrew Smith, el protagonista de la
más reciente revolución en la dinámica del desayuno (junto con el té),
en este caso impulsada por la empresa más notoria de bebidas calientes
en Occidente, una de las que mejor contribuyen a sostener y reproducir
este modo de vida lleno de aspiraciones y apariencias: Starbucks.
La historia del cambio que Starbucks ha
provocado en el consumo de café por la mañana, al menos en Estados
Unidos, comienza en Italia, durante un viaje que el fundador de la
cadena realizó en la década del 80. Ahí Howard Schultz notó que los italianos —al
igual que en otros países europeos— ponían mucha atención a la calidad
del café que bebían, a su sabor y el aroma despedido por su fragante
taza. «Schultz», nos dice Smith, «vio aquello como algo que los
estadounidenses querrían comprar. De hecho lo hicieron, poniendo así
todo lo demás en movimiento. Starbucks creó la industria del desayuno
con café en este país [Estados Unidos]. Lo que venden es una experiencia
—y esto es un cambio increíble». A diferencia de años pasados, cuando
el café era una bebida sin mayor importancia, ahora la gente «habla de
esta mezcla especial que llegó ayer de Guatemala».
De esta manera se gesta paulatinamente
la adquisición de conductas y necesidades, gustos aparentemente propios
que en realidad son la consecuencia de la propaganda en la que grandes
corporaciones invierten para que nunca dejes de comprar tu artificial café de la
mañana.
[Alternet]